Introducción

La producción de ficciones de César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) prolifera a una velocidad mayor que la de la crítica que se interesa por ella. Este es uno de los hechos de más inmediata constatación al aproximarse a su obra como fenómeno editorial, que permite e incita a reflexionar en torno a un aspecto radical de su poética señalado hasta la fecha solo superficialmente. Como su obra completa, que parece seguir un hilo sin fin, más propio del lenguaje que del relato literario, algunas de las novelas de César Aira solo comienzan y, en consecuencia, terminan solo tejiendo tramas paradójicamente inconclusas.

Aunque han pasado ya más de quince años desde su publicación, entre los trabajos sobre la obra de Aira que atienden, más o menos tangencialmente, a la peculiaridad apuntada, destacan los de Fermín Rodríguez (2000) y Sandra Contreras (2002). El primero clasifica algunas de las obras del autor aparecidas hasta ese momento, a las que denomina “de frontera”, a partir del modo en el que interrogan sobre los orígenes de la literatura argentina. Contra la tendencia en la representación histórica (vía Sarmiento, Mansilla, Roca) de visitar —y conquistar— la nación a través de expediciones “tierra adentro”, Fermín Rodríguez (2000) lee en las obras de Aira objeto de su recorte un gesto de parodia, en la medida en que no parece haber interioridad, ni principio, ni final, en las “exploraciones tierra adentro” por parte de personajes como los de Moreira (1975), Ema, la cautiva (1981), El vestido rosa (1984), La liebre (1991) o La costurera y el viento (1994). Sandra Contreras (2002), por su parte, detalla y explica una serie de factores recurrentes en la composición ficcional de Aira, atinentes a la relación entre su poética y las estéticas vanguardistas, a las rupturas con —o a los paradójicos retornos a— una tradición literaria argentina dominada por Borges, a sus filiaciones con poéticas como la de Copi u Osvaldo Lamborghini o al problema de la velocidad en y de su producción. Por el modo en el que Rodríguez y Contreras indagan en la lógica interna general de la poética de Aira, estos continúan siendo sin duda textos de referencia para una lectura como la que aquí se presenta. Sin embargo, más de veinte nuevas ficciones del autor han sucedido a estas publicaciones y otras intervenciones críticas han ido aportando más y más actuales perspectivas.

A las primeras intuiciones de los autores mencionados se le agregó, años después, entre otras, la interpretación de Mariano García (2008), voz que incorpora la perspectiva de la teoría queer y que detecta y destaca, en Cómo me hice monja (1993), algunas zonas estables desestabilizadas, desde la ambivalencia del personaje en su identidad de género hasta la constatación de que las novelas de Aira prescinden del acto normalizador de finalizar su relato, como thelos que daría estructura a su material narrativo: “Aira se desentiende de los finales, que son […] grandes dispositivos normalizadores de la ficción realista decimonónica, que así contentaba la sed de clasificaciones y distinciones significativas”. Estas clasificaciones y distinciones, añade, “no entran en las novelas de Aira, y eso vale no sólo para la estructura de sus novelas sino para la manera en que propone todos sus personajes” (14). Más recientemente, Martín Kohan (2013) propuso leer las ficciones de Aira simultáneamente desde un “muy acá” y desde un “más allá”, desde dos ángulos que contribuyen a ubicar sus despliegues narrativos lejos de toda convención respecto de lo narrativo como acto de selección y enfoque centrado de la acción. Pues bien, todas estas lecturas atraviesan, desde ópticas diferenciadas, el problema de una poética basada en la deriva, en una diseminación de lo narrado y en una provocación de toda frontera epistemológica relacionada con la narración misma.

En la interpretación que se expone a continuación, la atención se detiene en aquello en lo que las voces críticas mencionadas parecen coincidir y a lo que se refieren sin que tal referencia haya pasado a ocupar una posición de interés central en sus análisis: el sentido y la función del comienzo en la narrativa de César Aira. Específicamente, en este trabajo se analiza la relación problemática del autor, tanto en Cómo me hice monja (1993) como en La costurera y el viento (1994), con el acto narrativo, que es al mismo tiempo un acto metafísico, filosófico y político, de comenzar. Este enfoque ubica el presente análisis en el marco de la consideración teórica del espacio de la escritura como umbral, como zona liminal en la cual el comienzo juega un papel fundamental. Porque si, como avanzan los trabajos críticos aludidos, existe en Aira una fuga permanente, un desentenderse de los finales, una línea siempre “más acá” o “más allá”, se hace indispensable tomar en consideración, en su poética, el lugar del comienzo en el nivel narrativo, así como pensar con qué otras esferas dialoga este cuestionamiento en las ficciones mencionadas. En este sentido, la elección de las dos novelas no es casual: ambas parecen complementarse en la representación de un problema que tendrá como centro el comienzo, pero que implica además el problema más general del avance y el problema más generalizado del final; en definitiva, el problema de la acción como sustancia de lo narrable.

En las dos novelas que serán objetos centrales del análisis, el recuerdo funciona como esa materia dinámica, y la narración se presenta bajo la esperanza inicial de ser un soporte de plasticidad suficiente como para ejecutar el dinamismo original de los recuerdos. Ante los innumerables problemas respecto de la relación entre recuerdo y narratividad, la novelística de Aira podría empezar a ser leída como un capítulo más de la derrota propia del género novelístico: en estos dos casos, como un capítulo que versaría sobre la imposibilidad, por parte de la narrativa, de obedecer a su rol de portadora o de replicadora de recuerdos. Esta imposibilidad, sin embargo, es en su reverso lo que empuja y precipita la narración de las dos novelas consecutivas de Aira. Entre semejantes tensiones se mueve no solo esta selección, sino una tendencia relevante en la poética del autor (revelándose, así, como una cuestión de principios), además de una parte importante de la historia de la literatura argentina, susceptible de ser leída también a la luz de las implicaciones que contienen —y, a la vez, desencadenan— los problemas del comienzo como (im)posibilidad y del comenzar como acto eminentemente narrativo.

El comienzo

Lejos de ser una mera convención formal, el comienzo es también, y fundamentalmente, la primera zona de estabilidad en un relato. En términos estructurales, el comienzo es una zona que da oportunidad al movimiento narrativo y, desde la dimensión temporal, es un momento de paso que brinda las condiciones para su propia alteración. En términos políticos, el comienzo puede concebirse como una zona de posesión de los elementos en un contrato de lectura. David Lodge (2006) avala estas primeras tentativas de interpretación al responder a los interrogantes que plantea el problema del comienzo en la novela:

¿Cuándo empieza una novela? […] Ciertamente la creación de una novela raramente empieza en el momento en que el autor traza con la pluma o teclea sus primeras palabras. […] Para el lector, sin embargo, la novela empieza siempre con esa primera frase […]. Cuándo termina el comienzo de una novela es otra pregunta difícil de contestar. […] Sea cual fuere la definición que uno dé, el comienzo de una novela es un umbral, que separa el mundo real que habitamos del mundo que el novelista ha imaginado. […] Eso no es tarea fácil. Todavía no nos hemos familiarizado con el tono de voz del autor, su vocabulario, sus hábitos sintácticos. (18–19)

En la definición de comienzo como “umbral”, Lodge (2006) otorga a este plano el atributo de lo que más atrás hemos denominado zona o momento de paso e incluye, además, un problema relevante para pensar las obras de Aira al que atenderemos: el de la delimitación del principio y del final del comienzo. Este, parafraseando a Mihai Spariosu (1997), podría ser definido no como marginal sino como liminal, es decir, “as a threshold or passageway allowing access to alternative worlds” (32). En su reinterpretación de la noción de liminalidad, Spariosu hace derivar el carácter liminar de la literatura de su naturaleza lúdica y lo vincula con una idea original de Victor Turner: “liminality is more than a passive, negative condition or the intermediary-mediating phase between two positive conditions (one in the past, the other in the future). Liminality contains both positive and active qualities, especially when the threshold ‘is protracted and becomes a tunnel, when the liminal becomes the cunicular’” (38). Dicho en otras palabras: cuando la liminalidad deja de ser un concepto categórico para convertirse en un concepto lúdico y funcional (Aguirre et al. 2000, 69), es decir, en un recurso eminentemente literario.

Se advierte que los presupuestos conceptuales a propósito del comienzo dependen a su vez de la consideración de la obra como totalidad, de la cual el comienzo sería una parte claramente delimitada: “the space of the text itself is a symbolically demarcated liminal zone” (Viljoen and van der Merwe 2007, 11). Esta consideración previa se torna problemática, sin embargo, en la medida en que una ficción como la de Aira rompe, como veremos, con la pretensión de totalidad como principio constructivo. Un antecedente, en el plano temático, puede hallarse en la obra de Jorge Luis Borges, todavía atravesada por el presupuesto de la totalidad aunque, temáticamente, afín a problemas capaces de deconstruir sus propias formas. Peter Sloterdijk (2006) toma “El libro de arena”, el conocido relato de Borges, y le añade, a lo señalado, la dimensión política que habíamos anticipado, vinculando la idea del comienzo con la idea de posesión:

Como impenitente bibliómano, él no podía sino llevarse instintivamente este libro imposible. Mas pronto la inteligencia y el más puro instinto de conservación obligaron a este amante de los libros a alejar de sus manos un objeto imposible de poseer. De hecho, ya simplemente el mero pensamiento de haberlo poseído no deja de ser peligroso, pues quien no puede eliminar esta idea de su conciencia no tarda en ser víctima de la melancolía. Si se dispone de una posesión ilimitada, la otra cara de la moneda es necesariamente una pérdida infinita, y es aquí donde radica la causa de la melancolía. (37)

Si relacionáramos aquella “familiarización” que menciona Lodge (2006) con la “posesión” que supone Sloterdijk (2006), podríamos arriesgar que un comienzo imita un cierto acto de posesión semiótica, que consiste estrictamente en familiarizarse con lo extraño en tanto extraño. Esta acción, que podría leerse como un pacto de ruptura con la semiosis —al decir de los formalistas rusos— prosaica, es dramatizada paródicamente en dos momentos del discurso de Michel Foucault (2005), en su texto El orden del discurso: el del comienzo y el del final. En el comienzo, se autorrepresenta como un personaje dramático en ese umbral que permite pasar del silencio a la palabra. La tentativa de Foucault, propia también, como veremos, de Derrida (2010), es la de borrar la huella del origen como comienzo para, idealmente, poder deslizarse subrepticiamente: “Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. […] Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso” (11–12). Revisando al final el principio de su propio discurso, Foucault declara lo siguiente en relación con su deseo de no comenzar: “Sé bien cuál era la voz que habría querido que me precediera, que me llevara, que me invitara a hablar y que se introdujera en mi propio discurso. Sé lo que había de temible al tomar la palabra, puesto que la tomaba en este lugar en el que le he escuchado y donde él ya no está para escucharme” (76). Este juego especular pone en evidencia el acto de comienzo como ruptura ya pautada, cuyo drama Foucault (2005) imposta, mientras queda de trasfondo el otro drama, que es el de la imposibilidad de comenzar sin que el comienzo sea, precisamente, una impostación.

Jacques Lacan (2009) representa el comienzo como una difuminación, como una elisión del acto de comenzar. Abre así su seminario sobre “La carta robada”: “Nuestra investigación nos ha llevado al punto de reconocer que el automatismo de repetición (Wiederholungszwang) toma su principio en lo que hemos llamado la insistencia de la cadena significante” (23). Este comienzo expulsa, sintética y deliberadamente, la instancia, aquí metafísica, de “Nuestra investigación”. La enunciación citada supone una investigación que antecede a la escritura. Una investigación presente fuera del texto, que no le da lugar a lo textual. Escribir la “investigación”, siempre previa, permite suponer el comienzo como dimensión no-presente y la escritura como la ejecución de un comienzo artificial, es decir, la escritura como la elisión del comienzo, todo lo cual resulta en una interpretación del comienzo como interrupción. Si Foucault imposta y Lacan elide, Jacques Derrida (2010), por su parte, falsea el comienzo. Hacia el final de su vida, Derrida brinda el seminario editado póstumamente como La bestia y el soberano. En él no solo se ocupa del comienzo como problema, sino también de un problema consecuente: el avance y sus metáforas. Derrida no solo señala un falseamiento del comienzo, sino también un falseamiento del avance, en otra expresión de su guerra contra el comparecer teleológico de cualquier rastro de una episteme metafísica. Su modo de falsear vuelve, asimismo, circular cualquier intento de comienzo en tanto presencia: “Imaginen un seminario que comenzase así, casi sin decir nada, con un ‘vamos a mostrarlo enseguida’. ¿El qué? ¿Qué es lo que vamos a mostrar enseguida? Pues bien, ‘vamos a mostrarlo enseguida’” (Derrida 2010, 20). Inmediatamente, con respecto al avance, Derrida evidencia en este movimiento una dinámica similar a la desarrollada en el comienzo como interrupción, pero sumándole como cualidad de importancia su carácter sigiloso, silencioso:

¿Por qué se diría de un seminario semejante que avanza a paso de lobo? Sin embargo, lo digo. Avanza a paso de lobo. Lo digo con referencia a esa locución proverbial, “a paso de lobo”, que en general significa una especie de introducción, de intrusión discreta, incluso una especie de fractura inaparente, sin espectáculo, cuasi secreta, clandestina, una entrada que hace lo que sea para pasar desapercibida y, sobre todo, para no dejarse detener, interceptar, interrumpir. Avanzar “a paso de lobo” es caminar sin hacer ruido, llegar sin prevenir, proceder discretamente, de forma silenciosa, invisible, casi inaudible e imperceptible, como para sorprender a una presa, como para prender sorprendiendo lo que está al alcance de la vista pero que no ve venir lo que ya lo ve, el otro que se dispone a prenderlo por sorpresa, a comprenderlo por sorpresa. (20–21)

Las dinámicas del comienzo y del avance tienen en común la responsabilidad metafísica de sostener, lo más silenciosamente posible, el mito de la acción o del movimiento. En esa dirección, el comienzo no es solo parte de un problema de organización narrativa, sino también parte fundamental de la cultura occidental, que ha sido narrada, una y otra vez, desde la preocupación por los comienzos. Así, el de los comienzos pasa de ser un mero problema narrativo a abarcar la esfera religiosa, la esfera filosófica y la esfera de la configuración de las identidades culturales, como esferas estructuradas narrativamente bajo el mito del comienzo. El comienzo, como instancia artificial, existe para que el sinsentido no gane lugar en estas disposiciones. Tanto la representación mítica como la religiosa (con la Teogonía de Hesíodo y el Antiguo Testamento como ejemplos más ilustrativos) son, ante todo, textos de comienzos. Y la filosofía de aspiraciones post-metafísicas atiende, incluso para sospecharlo, al mismo problema. Heidegger (2007), en Sobre el comienzo, ejecuta paso a paso esa sospecha:

El comienzo es el guardar-se de la despedida al abismo.

Este guardar-se es la inicial apropiación y por ende acaecimiento-apropiador del comenzar (Anfängnis). […]

El comenzar comienza el comienzo cada vez más inicialmente. (25)

En esta misma dirección, Jean-Luc Nancy (2003) subraya la relación entre el comienzo y el sentido: “El sentido consiste en que el sentido comienza o re comienza en cada singular y no se consuma en ninguno, ni en la totalidad —que sólo es el encadenamiento de recomienzos” (77). El vínculo entre comienzo y sentido se vuelve, por lo tanto, fundamental. Si, volviendo a Lodge (2006), el comienzo consiste en un pacto de ruptura, una irónica familiarización con lo no-familiar, esta puede, al mismo tiempo, ser una definición del sentido en términos narrativos: el final del comienzo, dando respuesta a la pregunta que Lodge se formulaba, estaría marcado por el momento en el que la obra se estabiliza en un sentido. Y el comenzar del comienzo, como contrapartida, pone en juego el sinsentido, bien para disimularlo, bien para subrayarlo. Cuando no es problematizada, como en el caso de Lacan (2009), la anulación del comienzo puede leerse como una marca de represión de ese sinsentido, de creación ideológica de una discursividad sin absurdos, y en su versión más radical la experiencia del sinsentido, propia del comienzo, se muestra como problema de la recepción: el texto se ofrece a la vanguardia del lector, esperándolo. En su versión crítica, en cambio, tal como pudimos advertir en las formulaciones de Derrida (2010) y de Foucault (2005), el texto comparte con el lector la perplejidad frente a todo comienzo, frente a todo avance, es decir, frente al paradigma y al ethos científico occidental. En el caso de la ficción, y específicamente en el caso de la novela, Lodge (2006) parece asumir la primera representación, la de un lector en deuda: “Todavía no nos hemos familiarizado con el tono de voz del autor, su vocabulario, sus hábitos sintácticos” (19).

Cómo me hice monja: la narración del origen

Si el comienzo supone, como se ha explorado en el apartado anterior, un pacto de ruptura respecto del discurso prosaico (es decir, si se propone como un repentino cambio de estado), y es por eso estructuralmente más agresivo que el avance, el avance, por el contrario, tiene la forma de un movimiento cauteloso, “a paso de lobo”, de una intensificación gradual a la vez que de una estabilización de ese pacto de ruptura impuesto por el comienzo. La ficción de Aira, bajo estas propuestas conceptuales, puede ser leída como una ficción de comienzo, por un lado, y como una ficción en comienzo permanente, por el otro:

Las novelas de Aira no tienen principio ni fin. No hay principios, que exigirían una interpretación; ni objetivos, que fijarían una ética, una “línea de conducta”, una adecuación a fines. Los personajes de Aira se encuentran en el medio de un viaje por el desierto, en el medio de una aventura, esto es, un proceso de experimentación basado en encuentros azarosos e imprevistos, en choques y atracciones de elementos ficcionales. (Rodríguez 2000, 118).

Dicho de otra manera: las ficciones de César Aira discurren sobre los comienzos, a la vez que lo único que hacen es comenzar. Cómo me hice monja empieza, de hecho, anunciando la narración de un origen:

Mi historia, la historia de “cómo me hice monja”, comenzó muy tempranamente en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado con un recuerdo vívido, que puedo reconstruir en su menor detalle. Antes de eso no hay nada; después, todo siguió haciendo un solo recuerdo vívido, continuo e ininterrumpido, incluidos los lapsos de sueño, hasta que tomé los hábitos. (Aira 1993, 9)

Este comienzo, que imita a la perfección un comienzo de historia típico, tiene la particularidad de anunciar una narración que nunca vendrá. La historia anunciada, en esta ficción, es en cambio reemplazada por episodios particulares de la infancia del narrador. Lo que la narración desarrolla y lo que el recuerdo exige del discurso se transforman en dimensiones mutuamente excluyentes, lo cual permite, además, pensar en una diferencia entre recuerdo y narración. En esta novela, todo lo que es aludido como recuerdo es, a su vez, eludido en el plano de la narración, del mismo modo que lo precedente de “nuestras investigaciones” a lo que se refería Lacan (2009) quedaba fuera de la escritura. Todo aquello que, sin embargo, empieza queriendo ser un recuerdo sometido a escritura, narrado, queda trabado en un discurso de interrupciones, de retrocesos y derivas que atentan incluso contra la veracidad de lo evocado. Este sistema, en el que recuerdo y narración no parecen poder coexistir, es en parte percibido por Kristine Vanden Berghe (2012), quien resalta ese “Antes de eso no hay nada” de la cita precedente (275). Si “antes de eso” (antes del recuerdo escrito, pasado a narración y por lo tanto excluido en y por la escritura) no hay nada, y después se anuncia el supuesto relato de ese recuerdo, el cuento procederá invirtiendo lo que anuncia, pues vaciará de contenido ese proceso de conversión a monja, esa evolución hasta la toma de los hábitos.

Recordar o narrar. Si el acto de recordar supone, tal como asentaba Lodge (2006), la posesión de lo recordado, el acto de narrar requiere, por el contrario, un acto de desposesión, es decir, una transformación del recuerdo en historia. Esa desposesión es, de acuerdo con lo apuntado por Sloterdijk (2006) a propósito de la lectura del libro de arena borgeano, causa de una melancolía ante un desprendimiento infinito, de algo que debería comenzar pero que, en la práctica, no comienza. El cambio de nivel, del recuerdo a la narración, se torna entonces fundamental en el plano estructural, ya que la narración toma el lugar no solo de lo anunciado como tema del recuerdo y de la novela, sino también de las condiciones mismas de realización de lo evocado. La narración, o lo narrado, hace imposible lo evocado, y este juego de dimensiones mutuamente excluyentes es el motivo que, en esta novela, disuade a la propia historia de comenzar.

El cambio entre el anuncio de lo que va a narrarse y lo que la narración, como tal, gana, muestra un recurso que Aira reitera a lo largo de varias de sus ficciones. Se trata, sin embargo, tan solo uno de los elementos que hacen del comienzo un problema. Hay, tanto en esta novela como en La costurera y el viento, una serie de motivos de comienzo que van repitiéndose también en otras ficciones. La infancia, como dimensión de perplejidad semiótica, o —lo que no es lo mismo— una semiótica infantil, son elementos que, junto con otro, el del olvido y la dispersión, cobran importancia. Aquí sobresalen las relaciones que Nancy formulaba a propósito del comienzo y del sentido: “El sentido consiste en que el sentido comienza o re comienza en cada singular y no se consuma en ninguno, ni en la totalidad —que sólo es el encadenamiento de recomienzos” (77). Aproximémonos ahora a un concepto afín, extraído de una declaración del novelista: “La infancia es siempre la infancia de un solo niño” (Aira, “Lo incomprensible”). Entre esta singularización absoluta del niño en Aira y la del sentido en Nancy (2003) se abre la posibilidad de relacionar la dimensión de lo infantil con el espacio de juego de un perpetuo comenzar. Y un factor se suma a esta cadena que proponemos: una individualidad también absoluta, irreductible. Toda experiencia de comienzo, parece decirnos Aira (y hacia allí parece dirigirse, también, Nancy), es a la vez experiencia de individualidad. Las escenas de Cómo me hice monja se multiplican también en esta dirección, y cobran especial importancia, en esta disgregada colección de recuerdos que suspenden la historia prometida, aquellos en los que “el niño Aira” se encuentra solo/a, escondido/a o perdido/a: “Mi mamá era mi mejor amiga. Pero no por una elección que me definiera, ni por una elección de cualquier otro tipo, sino por una necesidad. Estábamos solas, aisladas” (91); “La dejaba adelantarse, cien metros más o menos, y me escondía, y la iba siguiendo escondida. […] Me escondía […] detrás de cualquier cosa que me cubriera” (103); “Pues bien, en uno de esos trances […] Yo había perdido completamente a mamá” (107); “Cuando esta reflexión cesó, estaba en otro lugar. En un interior. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Dónde estaba papá? Esta última pregunta fue la que me despertó. Me despertó porque se parecía tanto a mis sueños. Estaba sola, abandonada, invisible” (68).

En la propia dimensión narrativa de Aira, de acuerdo con la caracterización que acabamos de realizar, se produce lo que Nancy (2003) había arriesgado como relación con la infancia: “Acaso el arte es el infante por excelencia, aquel que no discurre porque fragmenta: apertura y fractura del acceso” (111). Es, pues, ese no discurrir de la prosa de Aira, ese sustituir el discurrir por el fragmento, esa apertura radical hasta “fracturar el acceso” al propio hecho anunciado por la novela (“Mi historia, la historia de cómo me hice monja…”) lo que encuentra en el propio principio constructivo de la poética de Aira una semiótica de la infancia. Y es lo que “el niño César Aira” experimenta y, finalmente, lo que el narrador, con una semiótica infantil, no deja de fijar. Por ello, también, la narración airiana no parece discurrir sino, más bien, saltar. Y en este juego de dispersiones que construye su lógica a espaldas de lo que se anuncia el olvido es un elemento fundamental.

La costurera y el viento: la imposibilidad de discurrir

La costurera y el viento acentúa, invirtiendo las habilidades memorísticas aparentes del narrador al inicio de Cómo me hice monja, el olvido y la imposibilidad de discurrir, de articular escenas y episodios para componer la propia novela. Comienza, por lo tanto, “a paso de lobo”, de acuerdo con la descripción de Derrida (2010), pero también lo hace dramatizando el acto mismo de comenzar, de modo similar a como Foucault (2005) se dramatizaba, como sujeto del discurso, en su conferencia. La costurera y el viento, en esta lectura, problematiza, mientras comienza, la propia dificultad para comenzar. Si recordamos el fragmento de Heidegger (2007) citado con anterioridad, según el cual el comienzo “es el guardar-se de la despedida al abismo” y este guardar-se “es la inicial apropiación y por ende acaecimiento-apropiador del comenzar” (25), vuelve al horizonte de nuestras especulaciones la relación ya planteada entre comienzo y propiedad. El comienzo de La costurera y el viento impide que la novela sea un espacio apropiable. Como el libro de arena borgeano, la novelística de Aira no parece poder ser singularizada, nada transcurre a paso de lobo y, por lo tanto, no puede salir del comenzar: “Sus novelas hacen eso: comienzan en lo cualquiera y derivan hacia lo excepcional. Hasta fundir una cosa con la otra: esas novelas, contingentes, tocan a la vez algo del orden de lo imprescindible; al disponerse en forma de serie, derivan hacia lo fuera de serie” (Kohan 2013).

Se ha fijado, líneas arriba, que el lugar del olvido debe ser central en una narración que no deja de comenzar. La costurera y el viento, en esta dirección, pone explícitamente en cuestión ese olvido: “El olvido se vuelve una sensación pura. Deja caer el objeto, como en una desaparición” (122). Ese olvido es el motor de lo disociado y el fundamento principal para que los elementos que van componiendo la ficción de Aira no se perciban como deliberados, sino precisamente como ese “dejar caer el objeto” a la escena. En la cita que sigue se percibe con claridad la relación entre lo fragmentario y el olvido: “Y en plena transparencia… Quiero anotar una idea, aunque no tiene nada que ver, antes de que me la olvide” (188). Esa autointerrupción es del todo significativa. Del mismo modo que habíamos señalado, en Cómo me hice monja, la suspensión de la acción anunciada y su reemplazo por las propias opciones y operaciones internas de la narrativa en funcionamiento, en La costurera y el viento se hace literal esta interrupción, al pasar de “Y en plena transparencia…”, con la marca de los puntos suspensivos, a otra cosa, admitida como tal. En el siguiente párrafo se vuelve a lo dejado, repitiéndose ese mismo comienzo; pero una lectura atenta de ese pasaje evidencia la conexión entre la inclusión de lo que “no tiene nada que ver” y el olvido. La posibilidad del olvido funciona, por lo tanto, al derecho y al revés: al derecho, hace al narrador apurar o incluir en una narración imágenes o conceptos inconexos o dislocados, o literalmente fuera de lugar; al revés, omite la posibilidad de una narración que discurra y, ante el olvido insistente que opera en la narración de Aira, la convierte de nuevo en una narración fragmentaria, hecha a saltos, que no deja (de) comenzar. El comienzo y el olvido quedan, así, íntimamente ligados, como si el segundo fuera la condición necesaria del primero. Si a esto se le suma que la narración de Aira opera permanentemente bajo lo que podría denominarse la amenaza del olvido, el resultado es esta poética que nunca termina de comenzar, porque nunca deja de olvidar(se). La costurera y el viento, como novela que anuncia su imposibilidad de discurrir desde el comienzo, invierte el anuncio del comienzo de Cómo me hice monja, donde el narrador se manifiesta seguro respecto de su capacidad para recordar:

Estas últimas semanas, ya desde antes de venir a París, he estado buscando un argumento para la novela que quiero escribir: una novela de aventuras. […] Pues bien, anoche, esta mañana, al amanecer, medio dormido todavía, o más dormido de lo que creía, se me ocurrió un asunto, rico, complejo, inesperado. No todo, sólo el comienzo, pero era justo lo que necesitaba, lo que había estado esperando. El personaje era un hombre, lo que no constituía un obstáculo porque podía hacer de él el marido de la costurera… Sea como sea, cuando estuve despierto lo había olvidado. (Aira 1994, 119–120)

Recordemos ahora, para acentuar la inversión, el comienzo de Cómo me hice monja: “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado con un recuerdo vivo, que puedo reconstruir en su menor detalle” (Aira 1993, 9). El problema, sin embargo, también se invierte. Como hemos visto, en Cómo me hice monja la seguridad inicial se advierte casi inmediatamente desplazada por una narración que suspende el recuerdo anunciado, mientras que en La costurera y el viento la tendencia es opuesta: la inseguridad inicial se convierte en un devenir que, salto a salto, va construyendo una línea narrativa. Si en la primera novela la narración gana al argumento, en esta, en cambio, la narración, que se anuncia como caótica, va creando un cosmos no previsto. Lo que acerca los dos fenómenos opuestos de las novelas es precisamente el carácter aleatorio del destino de la narración, respecto incluso de la propia seguridad (Cómo me hice monja) o perplejidad (La costurera y el viento) de los propios narradores.

Creer recordar, creer no recordar: en esta línea de dudas tienen lugar las novelas en cuestión. Si Cómo me hice monja tiende a desentenderse del comienzo como problema (pero es su problema de hecho, en palabras de Lodge, la imposibilidad de terminar de comenzar), La costurera y el viento enfoca en primer plano ese problema durante toda la novela: “Es un comienzo. Pero es siempre comienzo, comienzo en todo momento, del principio al fin” (224); “En lo perdido se reúne todo. Es una devoración. […] El olvido es como una gran alquimia sin secretos, límpida, transforma todo en presente. […] Yo lo busco, al olvido, en una locura de arte” (241). Sin embargo, no es el del comienzo, de hecho, su principal problema. En todo caso, de lo que La costurera y el viento carece es, en sentido estricto, y siguiendo en esto la idea tomada del trabajo de Mariano García (2008), de un final. Recordemos la última escena de la novela: “Se sentaron. La mesa era demasiado grande, de una punta a la otra se veían pequeñitos, con los ojos entrecerrados, como dos chinos. El viento mezcló y repartió” (246). Un final que no le falta, en cambio, a Cómo me hice monja, que se da fin pasando del plano de la ficción al plano evocado como el de lo real: “el cerebro, mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para pensar que lo que me estaba pasando era la muerte, la muerte real…” (115). La diferencia entre las secuencias finales de las dos novelas nos permite postular que la narración, aleatoria, produce en un caso la ironía de echar por tierra la confianza en la posesión de un recuerdo (es decir, en este sentido, de un argumento), mientras en otro la ironía de conformar un argumento allí donde no había sino problemas para evocarlo. Sin embargo, el caso de Cómo me hice monja, que se autosuspende en su propósito principal como narración de ese devenir-monja, encuentra estrictamente su final, o suspende, al menos, el archipiélago de comienzos superpuestos, con la muerte como suspensión de todas las acciones. No finaliza, en consecuencia: finiquita. La costurera y el viento, en cambio, se suspende:

La falta de orden lógico y la puesta en crisis de las categorías literarias básicas convierten la trama en un conjunto de desplazamientos errantes que olvida a cada paso el motivo anterior, cancelando así la posibilidad de la novela como proyecto teleológico. […] en el mismo avance va sesgando la posibilidad de sentido trascendental y acabado, en una dinámica de permanente descentramiento y alteración de lo previsible. (Colombetti 2012, 806)

En la misma línea José Amícola (2008) advierte que, “contra la receta borgeana”, la trama de Aira “se agota en los vericuetos de una lógica de pesadilla sin previsión posible” (195). Pero es Sandra Contreras (2002) quien ofrece, en sus observaciones sobre los finales de Aira, la hipótesis aquí más relevante por afín a lo que venimos sosteniendo sobre el comienzo trabado o problematizado: “en la literatura de Aira no se trata solamente de acelerar el final sino, a su vez, de tramar su aceleración y disimular su inminencia —anunciar el fin— en las vueltas mismas del relato” (183). Comienzos disimulados a paso de lobo, finales también disimulados a paso de lobo. Probablemente, en Aira todo avance ponga en juego la tensión entre lo excesivamente deliberado y lo excesivamente ingenuo, es decir, la alternancia entre el lobo y su paso sigiloso y la víctima y su ceguera.

En su lectura de Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), Marie Audran (2010) señala lo siguiente en referencia al tema del monstruo en la novelística de Aira: “Del accidente nace un monstruo, percepción monstruosa de lo real que se vincula y se funde en lo real. El fallo, el error surgen. El monstruo siempre es un malentendido, un ‘mientras tanto’, un presente, un real en proceso” (8). Así pues, el monstruo, que aparece también en La costurera y el viento, puede pensarse como un elemento que suspende el origen, como producto de un accidente. Su inclusión en Aira siempre es, en todo caso, un accidente narrativo, en el sentido de que es introducido con independencia de la secuencia narrativa que lo antecede. Por otra parte, como señala Fermín Rodríguez (2000), “si en la concepción realista un personaje se define por una acumulación lineal de acciones narradas retrospectivamente, entre los personajes de Aira, en cambio, todo está por suceder, todo es posible e incalculable de antemano. Asís entonces no se define por lo que es, sino por lo que puede ser, en tanto pura potencia, pura posibilidad” (118–119). Del mismo modo que lo accidental, bajo el motivo del monstruo, suspende —y ocupa, superándolo, el lugar— el comienzo, lo potencial, en cambio pero bajo la misma función, queda siempre detrás de todo comienzo, al no ser todavía.

Otras novelas

Esta imposibilidad constitutiva de comenzar, que motiva, al menos, la composición de las dos novelas traídas aquí como centrales, puede percibirse también en otras novelas de César Aira. Por ejemplo en el comienzo, y en el fundamento todo, de El mármol: “descubro que no puedo recordar en qué circunstancias me bajé los pantalones. Estoy seguro de que es uno de esos olvidos momentáneos, que se resisten obstinadamente al recuerdo cuando uno trata de forzar la memoria, pero ceden a él un rato después, de forma tan inexplicable e inmotivada como se produjeron” (Aira 2011, 8). Asimismo, es relevante señalar que la dimensión de la superposición y de la confusión, de la fragmentariedad derivada de la relación intermitente entre el olvido y el recuerdo, se monta sobre el propio escenario de la acción, tal como sucede en El divorcio: “La falta de luz no contribuía. Si bien las llamas brillaban, el humo era negro y las imágenes aparecían en forma inconexa, sobre planos torcidos y fugaces” (Aira 2010a, 19); o sobre la dimensión arquitectónica, tal como sucede en El error:

Entramos. […] Era como entrar a una fábrica abandonada, con máquinas para hacer cosas inimaginables. Las obras que se exponían eran grandes aparatos de hierro, que nos empequeñecían cuando nos internamos entre ellos. Parecían grúas, o locomotoras, desarmadas y vueltas a armar al azar, o al revés, con las partes pintadas de colores vivos, dislocadas, ensambladas de modo que parecían desafiar a la gravedad. Se podía circular dentro de ellas, y no se sabía bien dónde terminaba una y empezaba otra. (Aira 2010b, 16)

Los planos sobre los que se construye esa intermitencia memoria-recuerdo son, en efecto, múltiples. La invasión de lo aleatorio en arquitectura, memoria, percepción, estructura narrativa, diálogos y otras dimensiones podría formar parte de un estudio más abarcador acerca de la obra general de Aira. Aquí nos limitamos a señalar la proliferación de esta lógica en múltiples niveles de su narrativa, creando, acaso paradójicamente, una estricta y obsesiva coherencia, una lógica interna general en la que cada elemento de la función narrativa funciona, estructuralmente, de modo similar al otro. En el apartado anterior habíamos introducido la posibilidad de pensar la obra de Aira desde un sentido aleatorio, que aquí estamos sugiriendo bajo una coherencia perfecta entre sus elementos, orientados, todos, hacia ese mismo plan. Este componente podría estar relacionado con otro elemento susceptible de análisis: el del carácter cómico de su poética. Esa suerte de “trabazón” que impide comenzar (Cómo me hice monja) o terminar (La costurera y el viento) puede relacionarse, al menos, con esa zona propia de lo cómico regida por la dificultad para resolver un problema práctico por parte del sujeto o de la situación cómica, y que tiene entre sus principales antecedentes el Bouvard y Pécuchet (1881) de Flaubert. La línea de lo cómico en esta poética podría ser interpretada a partir de otro de los gestos narrativos propios de César Aira: el que consiste en darle a la voz narrativa un patológico racionalismo, en medio de percepciones y de hechos inverosímiles, una voz que conjura justo a tiempo la desesperación y la perplejidad. El ritmo, el propio “justo a tiempo” de esa acción narrativa, que pone al narrador siempre al borde del desastre, del desmadre político de su propia gestión narrativa, es quizá lo que “llena de palabras” las escenas de Aira, es decir, lo que hace que su obra sea una obra de explicación de la acción, una obra que da explicaciones, que traduce, permanentemente, a una lengua racional, hechos y percepciones que plantean un verdadero desafío a esa racionalización. El trabajo del narrador es titánico. Intentando lo apenas posible y corriendo tras el desborde permanente de lo inenarrable sobre su propia prosa, este narrador puede ser observado atendiendo al componente cómico propio de este accionar narrativo, junto con esa suerte de prótesis ultrarracional injertada sobre el absurdo que define, también, la prosa de Aira.

En Cómo me hice monja, el narrador (se) plantea una pregunta que nos interesa recuperar: “El drama empezó después… ¿Por qué será que el drama siempre empieza después de comenzado? La comedia en cambio, parece empezar antes, antes del comienzo inclusive” (Aira 1993, 50). Si, tal como hemos venido sosteniendo, existe una tendencia poética en Aira que lo lleva a no terminar de comenzar sus historias, entonces estas novelas deben de registrar, estrictamente, según la lógica de la cita precedente, una imposibilidad de ser dramáticas. La pregunta del narrador apunta, en coherencia con la poética del autor, a que pensemos que su escritura se ubica entre una espera del comienzo del drama (suspendido, ante el fenómeno que este trabajo intenta sostener) y una sensación de que cualquier cosa que suceda en el despliegue narrativo de Aira está, ya, bajo el auspicio de la comedia. Más allá de la clásica —por aristotélica— distinción entre géneros, interesa este cuestionamiento para intentar ubicar en qué segmento leer la obra de Aira; y localizarla definitivamente como una obra que suspende todo carácter trágico parece, en principio, pertinente. Ubicarla asimismo como instalada en una zona de comedia, en cualquiera de sus acepciones, resulta más problemático: más bien, es el propio “entre” de los dos términos propuestos en el fragmento citado lo que podría ayudarnos a precisar este registro airiano: “entre” la suspensión de lo trágico y la sospecha de una cómica prestidigitación. En cualquier caso, esta prosa es una prosa en problemas, y sus problemas, como prosa, son demasiado complejos como para terminar de resolverse y empezar a contar. Sus problemas empiezan y terminan en lo propiamente narrativo, y cualquier indicio de despliegue de una acción es, en medio de tantos problemas, apenas un retazo de lo posible, lo que deja, a la vez, agresivamente lejos del centro el viejo proyecto de “escribir para contar”.

Conclusión: una historia de comienzos problemáticos

Esta interpretación crítica de la obra de Aira, centrada aquí en Cómo me hice monja y La costurera y el viento, pretende señalar un problema estético-filosófico que no termina, como hemos conjeturado, en estos dos textos. Tampoco, como cabría sospechar, se agota en su obra. El comienzo como instancia demorada se ha ido estableciendo, más bien, como tópico fundamental en la historia de la literatura argentina. “El matadero”, considerado como la piedra de toque de la tradición narrativa argentina, se escribe en 1838 y se publica en 1871. El propio comienzo de la literatura argentina resulta, por lo tanto, en sí mismo objeto de atención crítica. Por otro lado, la tradición literaria argentina cuenta, en el umbral entre siglos, con poéticas que cuestionan el comienzo de forma permanente, tales como la de Macedonio Fernández, autor de Una novela que comienza (1941) y, además, de un largo y prometedor catálogo de novelas que no existieron. Bien entrado el siglo XX, Borges otorga a esta iniciativa macedoniana por dejarlo todo en la iniciativa un carácter canónico, con cuentos como “El libro de arena” (1975), con su sugerente compilación Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) o a partir del problema de la memoria total en Funes como objeto de vinculación con el problema del comienzo y de la continuidad (lo que aquí hemos llamado “el avance”). Como señala Djibril Mbaye (2011), “más que influencia, diremos que Aira empieza su trayectoria literaria desde la tradición borgeana de versión. Dos estéticas afines que, más allá de la simple idea de copia o de reescritura, comparten un mismo credo: la subversión de la tradición” (150). Cabría, por lo tanto, la posibilidad de ubicar el presente trabajo dentro de un mapa de (re)lectura de la literatura argentina bajo distintos modos de poner el avance en problemas. De todos esos modos, se nos antoja fundamental el rastreado en estas reflexiones, un modo de cuestionar tanto la posibilidad del comienzo como el acto narrativo de comenzar que deja a César Aira en condiciones objetivas de ser vinculado con la historia de la literatura argentina, entendida como historia de comienzos problemáticos. Por el momento, sirvan estas páginas para dejar señalados algunos problemas generales en la narrativa de César Aira, identificables sobre todo en las novelas aquí mencionadas, aunque rastreables también en otras.